Hay una peli de Ben Affleck (no recuerdo el título) en la que hace de ladrón en New Jersey y se enamora de una chica que precisamente se ve involucrada en uno de sus asaltos, y cuando empiezan a conocerse, una mañana salen a pasear y ella le confiesa que no le gustan nada los días de sol, que su hermano se murió en un día de sol y siempre le recuerdan a aquella desgracia.
A mí los días de sol tampoco me traen buenos recuerdos, tampoco malos visto lo visto, pero inevitablemente me llevan al verano de 2009, que pasamos de hospital en hospital, y de mala noticia en mala noticia.
Cuando el resto del mundo hacía sus maletas para irse de vacaciones a algún destino paradisíaco, o a su pueblo, a las fiestas, o a la playa, nosotros nos debatíamos primero en una dolorosa incerteza, luego con una verdad dura y casi casi insoportable.
Y nos quedamos como paralizados en una triste rutina marcada por las visitas a la UCI: de casa de mi hermano al hospital, del hospital a comer con mis padres en cualquier sitio cercano, y luego vuelta al hospital, y luego paseo hasta la última visita de la tarde por la Rosaleda de Cervantes, y del hospital a casa de mi hermano, y luego las dos o tres llamadas nocturnas a la UCI para saber de nuestro niño, y así todos y cada uno de los días.
Mis padres habían vuelto del pueblo para estar con nosotros, y mi hermano y mi cuñada se habían quedado aquí, en Barcelona, también para estar con nosotros, y nos alojamos con ellos los quince días de San Juan de Dios, y nos hacían las cenas y nos intentaban entretener con conversaciones amenas para quitar hierro a nuestras preocupaciones sombrías.
Mientras, el mundo seguía girando y el sol brillaba como todos los veranos, era sólo que a nosotros aquel verano no nos llegaba su calor...
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