¿Os he dicho alguna vez que ya no me gustan los días de lluvia?
Antes, me gustaban los días de lluvia en cierta manera. No en plan raro o depresivo. Pero poneos en situación: el típico sábado de invierno, con todo hecho, con la despensa bien surtida, sin nada mejor que hacer que vegetar cómodamente en casita, pues como que alimenta más dormir y quedarte bajo las sábanas, dedicarte a la casa, comer bien y ver una buena peli, con la lluvia y el viento repiqueteando en los cristales.
Sí, pero eso era antes. Seis meses de encierro en una habitación de escasos 2x2 metros, con doble puerta y doble cristal, ventana bloqueada y flujo de aire en circuito cerrado, vamos, lo que es una cámara estéril de hospital, me han hecho más mella de lo que pensaba.
Ahora los días lluviosos me noquean.
Y mira que aquel otoño/invierno de 2009 fue lluvioso de veras. Y si llovía por la mañana era aún más molesto, concretamente entre la hora de la analítica y de los jarabitos y la visita de los doctores...
Eran nuestras horas de más luz y como lloviera nuestro cuarto aún se nos hacía más pequeño, y nuestro mundo aún más triste, y nuestra situación más desesperante.
Con lluvia nos daba más miedo la visita de los doctores, como si con ese tiempo no tuvieran más remedio que ser portadores de malas noticias. Y el personal parece que iba y venía más atropellado, molesto como el tiempo.
Hasta que venían los yayos a traerme el desayuno, que me comía afuera, entre las dos puertas, mirando por el ojo de buey a Nicolás si dormía. Ese sí que era uno de los mejores momentos del día, lloviera o no.
Aunque como digo, ya no me gustan los días de lluvia....
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